El anonimato, ese era su mayor tesoro, no le hicieron falta
caretas ni barbas postizas, internet se lo dio sin más. Para muchos la red la
carga el diablo, a él con sus timos le cargo la cuenta corriente. Aunque el
dolor era intenso no le impidió que en su boca se apreciara una media sonrisa,
pensar que en aquella sala de urgencias atestada de gente podría haber alguna
de sus víctimas, y que no lo reconocieran, lo hacía sentir el más grande en el
mundo de los estafadores. De camino al quirófano un médico le explico la intervención,
la resumió con un “abrir, quitar, coser
y para casa”, al rato ya estaba dormido. Cuando despertó no veía nada, y
no recordaba que la dijeran nada de ese efecto secundario. También noto como
los brazos y las piernas aún estaban como dormidas, decidió pedir ayuda para
moverse, pero nadie contesto. Poco a poco la mano derecha fue despertando y con
la punta de los dedos toco algo, de repente se puso a gritar como un loco,
recordó lo que siempre le decía a su mujer: “el día que muera que me entierren
con esa camiseta tan rota como cómoda”.
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